
Tras analizarlo conjuntamente con el FMI, el Banco Central de la República Argentina anunció el día siguiente la adopción formal de un régimen de metas de inflación como eje rector de su política monetaria. Su objetivo pasó así a ser aquel de reducir el índice de inflación hasta llevarlo a un dígito (5%) para el año 2019, sumándose a las filas de la veintena de gobiernos en el mundo que aplican un esquema similar. El innegable protagonismo que el programa ha adquirido a lo largo de su primer año nos lleva a reflexionar algunas cuestiones.
De manera general, las metas de inflación consisten en un esquema de política monetaria que tiene como objetivo primordial la estabilización del nivel de precios en torno a un valor dado, preestablecido por las autoridades de los Bancos Centrales y dado a conocer de forma pública. En su aspecto más pragmático se sostiene que a través de la utilización de una tasa de interés de referencia, la entidad monetaria podría influir sobre el ciclo económico y, por esta vía, en la tasa de inflación.
Así, la gestión consiste en la fijación de un valor objetivo para una tasa de interés nominal de corto plazo, que es alcanzada operando sobre las licitaciones primarias de títulos realizadas semanalmente por la autoridad monetaria (a través de operaciones de mercado abierto). En nuestro caso, la tasa de interés de corto plazo del BCRA es el centro del corredor de pases a 7 días en su periódica licitación.
La construcción teórica detrás de este esquema sostiene que modificaciones en la tasa de interés nominal de corto plazo implicarían cambios en el resto de las tasas de interés de la economía, lo cual modificaría decisiones tanto de consumo como de inversión, alterando así demanda agregada. Si efectivamente asumimos que la demanda agregada se ve negativamente influenciada por la tasa de interés real en el corto plazo, consecuentemente, el Banco Central podría afectarla por medio de la administración de una tasa de interés política (la de referencia), minimizar las fluctuaciones del producto corriente y mantener la inflación en torno a su meta.
En nuestro país, el fin del nuevo esquema no fue únicamente aquel de alejar el fantasma estigmatizador de ser la segunda economía con mayor índice inflacionario de la región. Por el contrario, cumple una función de particular relevancia para el devenir económico, la atracción de inversiones.
Como es sabido, un contexto inflacionario que se vea acompañado por variaciones en los salarios de similares magnitudes posibilita un incremento en los precios sostenido y también, en cierta medida, sostenible en el tiempo (con crecimiento económico). Sin embargo, aunque pudiera no implicar un detrimento real en el poder adquisitivo de los trabajadores, una inflación elevada siembra una serie de efectos nocivos que limitan el buen desenvolvimiento de otras variables fundamentales en toda economía.
Entre ellas, podría mencionarse el desfasaje en la estructura impositiva, la inadecuada interacción entre contratos nominales con fechas preestablecidas o el renombrado “impuesto inflacionario”. No obstante, de cara a la coyuntura vigente, el principal factor refiere a los efectos negativos que genera un contexto de incertidumbre sobre el nivel de precios en las decisiones privadas de inversión. De este modo, influyendo en las expectativas privadas, el esquema de metas de inflación adquiere su mayor relevancia como medio para cautivar las tan anheladas inversiones.
La meta de inflación fijada para el 2017 fue de entre 12% y 17%. Para ello, el nivel de las tasas de interés que ha aplicado el BCRA para controlar el alza de precios no ha bajado del 25% promedio. La opinión general coincide en un difícil cumplimiento de las metas establecidas, con una inflación proyectada del 21%-22% para fin de año.
No obstante, más allá del repunte en precios durante el mes de julio (con una inflación del 1.7%), política implementada por el BCRA le permiten al Gobierno exhibir como un logro haber reducido la tasa anual de inflación desde un 40% en 2016 a casi la mitad en 2017. Además, vale remarcar que las consultoras privadas mediante el IPC Congreso habían estimado un 2.1% para el séptimo mes, relativizando aún más lo negativo del valor oficial de julio.
Debemos señalar que las expectativas de inflación están determinadas por diversos factores que configuran lo que la literatura llama un “entorno” de inflación. En este, la existencia de valores objetivos públicamente anunciados por las autoridades ejerce cierta influencia para determinar convenciones sociales en un contexto de incertidumbre pero, lamentablemente, no la afectan en su totalidad.
El nuevo esquema cumplirá un año desde su anuncio formal a fines del próximo mes. Cuando llegue el momento de hacer balance, es necesario contemplar de manera integral el “entorno” de inflación. Por ejemplo, un déficit fiscal que en 2017 superará probablemente los 4 puntos del PBI, un consumo alicaído que muestra leves señales de repunte pero con patrones transformados, un déficit de cuenta cambiaria en la mayor parte de las actividades creciendo aceleradamente y un débil ingreso de dólares por exportaciones.
De nada sirve que nos endeudemos con acreedores externos para financiar un exceso de consumo público o vernos obligados nuevamente a recurrir al financiamiento del Central mediante emisión monetaria (y su consecuente aumento inflacionario). En pocas palabras, de poco sirven equilibrios parciales que no conlleven a un equilibrio general sostenido e inclusivo en toda la economía.