
Sucede que los pagos son el tejido conectivo de todo sistema económico y financiero. Enlazan a los compradores con los vendedores y permiten a los gobiernos realizar transacciones con sus ciudadanos. De hecho, los pagos son el componente básico de los demás servicios financieros. El ahorro no es otra cosa que una secuencia de pagos de depósito del cliente al banco y pagos de retiro del banco al cliente. El crédito implica pagos de préstamos al cliente seguidos de reembolsos al banco. Lo mismo con los seguros, si es demasiado costoso realizar (o aceptar) estos pagos, no ofrecerán el servicio financiero subyacente. Interrumpir o ver dificultado los canales de pago implica, en pocas palabras, ralentizar o detener la economía formal.
Por su parte, los hogares excluidos de dicho sistema financiero de pagos ahorran y transfieren valor a través de activos físicos, como dinero en efectivo o bienes. A la vez de incrementar la inseguridad propia y delictiva relacionada al uso del efectivo, no se benefician de las bondades de las finanzas para suavizar su consumo mediante el ahorro, aminorar el impacto de los avatares de la vida mediante los seguros, y por supuesto de ver realizados sus proyectos económicos de vida mediante el crédito.
Esta brecha financiera y digital que crea la carencia de instrumentos seguros de pago promueve distintos canales de desigualdad y exclusión social que se refuerzan mutuamente en la vida financiera de los hogares excluidos. De ahí que la inclusión financiera sea entendida actualmente como un medio para la reducción de la pobreza y promoción del desarrollo sostenible por organismos como Naciones Unidas. Pero, en épocas de coronavirus y por primera vez en la historia, la exclusión financiera también pone en riesgo la vida de las personas y la salud pública en general.
Como resultado, en economías emergentes o en vías de desarrollo como la nuestra, las consecuencias de la exclusión financiera nunca fueron tan crudas. Por ejemplo, mientras se recomienda con firmeza a la población utilizar medios de pago electrónicos y se difunden llamativos estudios que destacan los riesgos de exposición (e.g. la empresa LendEDU realizó una investigación en Nueva York encontrando que los ATM están más contaminados que un caño del subte o el picaporte de un baño), durante la cuarentena algunos comercios suspendieron directamente el cobro con tarjeta de débito. El motivo: venden poco y las comisiones les reducen aún más los márgenes. Para peor, los sectores históricamente relegados del sistema financiero son los más vulnerables, quienes cotidianamente enfrentan más diversas adversidades en términos de salud como son la falta de acceso a servicios básicos, déficits cualitativos de vivienda y hacinamiento, o menor acceso a la información.
En nuestro país en particular, otro segmento también excluido es el de los jubilados y pensionados que, aunque cuenten con acceso, presenta un uso casi nulo de los servicios financieros. Tanto es así que el Banco Central terminó impulsando a los bancos a reabrir en medio de la cuarentena para que los jubilados y receptores de ayuda estatal, especialmente los que nunca retiraron su tarjeta de débito, puedan cobrar sus haberes. El resultado: colas de cuadras de jubilados y beneficiarios de AUH en los bancos para cobrar en efectivo.
En el contexto mencionado en dónde la pandemia del COVID-19 incita a acelerar el cambio hacia los pagos digitales, tanto la banca tradicional como las nuevas empresas de tecnologías financieras (Fintech) cobran un rol fundamental. Las principales instituciones en Argentina han tomado cartas en el asunto, no sólo mediante donaciones, postergación en la cobranza de créditos, reducción de tasas de interés, agresivos descuentos en farmacias, promoción de billeteras virtuales e incremento en la emisión de tarjetas prepagas, entra otras. Además, en este contexto de emergencia, el Banco Central impuso medidas de congelamientos y el Ejecutivo recibió propuestas por parte de las fintech para ayudarlas a desarrollarse.
Aunque la inclusión financiera digital avanzará, muy probablemente estas iniciativas no serán suficientes. En estos días quedó reflejada la falta de entendimiento multidimensional del proceso de inclusión financiera, en dónde los factores de la demanda (comportamiento, actitudes, conocimiento, confianza, capacidades de usabilidad, educación financiera, entre otros) son tan relevantes como aquellos de la oferta (costos y diseño de productos). En Argentina se postergó hacer una inclusión financiera real de poblaciones vulnerables y adultos mayores al ignorar factores de la demanda, y ahora su vida corre riesgo por causa de ello.
Sin duda la sociedad que nos espera después del aislamiento será una con nuevos hábitos digitales, pero ojalá también sea una más reflexiva en tanto a los errores del pasado. La inclusión financiera tradicional, o la nueva inclusión financiera digital, sólo será efectiva con una política de largo plazo que contemple sus aristas multidimensionales y específicas para cada segmento poblacional.